Autor: Dr. Armando Luna Silva
Fotografía: Jimmy Mendieta
En tierras nicaragüenses se levanta Jinotepe. Esta noble ciudad es un manojo de amistad y de limpieza. En su paisaje, como brazos de titanes se dibujan las altas torres de la Iglesia Parroquial que guarda la imagen del Apóstol Santiago, Patrón de la Ciudad. El licenciado Fray Pedro Agustín Morel de Santa Cruz visita Jinotepe en 1751. En el informe de su visita describe el pueblo y su iglesia y, refiriéndose al pueblo, dice: «Su titular es Santiago».
La buena gente del poblado de Jinotepe, a principios de siglo, sentía una pasión nocturna por los cuentos de apariciones, embrujamientos y almas que penan. Sus atardeceres eran temerosos. Suaves y lentos. Las sombras venían despacio y era cuando los fantasmas adquirían mayor movilidad. En las noches cerradas de lluvias interminables, cuando los fantasmas invadían los rincones del pueblo y los supersticiosos relámpagos atravesaban las calles, la anciana sirvienta del hogar reunía a los niños junto al fogón para contarles narraciones espeluznantes. Y ante la mirada atónita de los niños y el suspenso de su respiración desfilaban la carretanagua, la cegua, la lutuda, el cadejo, ….
Muy próximo a Jinotepe, en el Océano Pacífico, se encuentran las playas de Huehuete. Es un mar en el que se escucha ese lenguaje rumoroso que solo entienden los pescadores y los enamorados, y de cuyas aguas se escapa el color celestial que baña sus costas. Es un mar con recuerdos de familia y amigos; con sabor a tamarindo, huevos de tortuga y leche que baja de las fincas para bañar de blancura los amaneceres hambrientos de aventuras.
Cuenta la leyenda que frente a esas playas transitaba un galeón español que al paso del tiempo ha perdido su nombre, su hora y su color. Frente a las playas del Pacífico, el segundo de abordo, hombre ambicioso, arroja por la borda el honor del marinero desgranando un motín pretendiendo apoderarse de los tesoros del galeón. La ambición del oro embriaga. El relampagueó del puñal y el sonar de los arcabuces destrozan cuerpos que ruedan envueltos en sangre. Hay un canto trágico de dolor y muerte que rompe el viento que viene del mar. Repentinamente las olas levantaron amenazadoramente su mano de espuma contra la nave cual si fuera garra que quisiera arrancarle un valioso tesoro. El eterno mar vencedor era un látigo cruel. Hay peligro de zozobrar. El galeón presa del tormentoso mar es arrojado en una y otra dirección, con las velas destruidas, con los mástiles truncados por la violencia de las olas. Los tripulantes son arrastrados a las profundidades oscuras del océano. El amotinado desesperado ordena que arrojen al mar alguna carga para aligerar el peso. En la bodega se destacan dos grandes cajas. La tripulación cumple con la orden y lanza las cajas al mar. Las aguas feroces se apoderan de ellas, y a su contacto el mar recobra su ritmo normal. Los restos del galeón continúan su travesía y la tripulación sobreviviente contempla asombrada el prodigio. Las dos cajas flotan suavemente, como sin peso, parecían cofres de nácar conducidos por manos de ángeles y así, resbalando sobre el azul, llegan a un punto rocoso de la playa de Huehuete.
La marea, con la ternura de una canción de nanas, sube hasta colocar las cajas al lado de la llamada «Zanja de Ambar». Las deja ahí, recomendadas a una alfombra desordenada de rocas que acarician las olas. Dos salineros (hombres que explotan la sal en las playas de Carazo) caminan por la playa. Curiosos y con el escalofrío trepando por sus pantalones mojados se aproximan a las cajas. Con solemnidad que aplasta el ansia, abren una de ellas. ¡Gran sorpresa! Descubren una imagen del Apóstol Santiago. Intentan sacar la imagen y esta se resbala de sus manos. Pretenden apoderarse de una campana de oro que pende del cuello del Apóstol, pero la campana se les escapa entre los dedos y se hunde en la Zanja de Ambar. El viento se agachó sobre esa zanja que no termina nunca y arrancó las vibraciones de la campana que se fue adormeciendo entre paredes de ámbar, de sal y de mitos que crea el tiempo.
A esa campana es que hace alusión la estrofa que recita en sus bailes el Diablo Mayor:
Desde los infiernos he venido
a cumplir una promesa.
¡Si! ¡Si! ¡Si!
A cumplir una promesa
por una campana que el mar
al Patrón Santiago quiso robar.
La Zanja de Ámbar, es una grieta inmensa abierta en la roca que hace temible el reflujo de las aguas. Para los indios era un lugar sagrado. En ella arrojaban ofrendas al dios del océano.
Los dos salineros con respetuoso temor cierran la caja. Un halo de luz se desprende de ellas como si en su interior anidaran las estrellas, y un ramo de gaviotas teje el blanco palio que golpea el aire con un sonido lento y lleno de alas que crecen en la arena. Los salineros, con el «Jesús nos valga» colgado de los labios, corren en busca de auxilio para transportar las cajas a la iglesia más próxima.
Lo más próximo para solicitar auxilio es «La Loma de Bartolo». La loma es un macizo rocoso que se levanta contiguo a la Zanja de Ámbar. En la Edad Media hubiera sido el sitio ideal para construir un castillo. Su propietario era una persona de amplios recursos económicos, muy querida y respetada en la región. Como buen amante de los cuentos de apariciones, escucha muy atento a sus dos visitantes. Luego, duda entre quedarse con las cajas o facilitar su traslado; sin embargo, autoriza a los salineros que busquen en el potrero dos bueyes para enyuntarlos en una carreta que transporte las imágenes.
Mientras los salineros van en busca de los bueyes, el señor de la Loma envía a varios trabajadores para que se apoderen de las cajas y las suban a su casa. Los enviados llegan a la zanja. Intentan tomar las cajas, y miran atemorizados como ellas se levantan por los aires y se sitúan sobre las rocas más altas. Hacen un intento más. Resulta imposible apoderarse de ellas por que han adquirido un peso extraordinario. Se diría que se han sellado a la roca. Los trabajadores piensan que eso es obra de encantamiento. El miedo les crece en los ojos, y unos huyen a contarle al patrón lo sucedido y otros se quedan contemplando las cajas con mirada embobada.
Los salineros entran en el potrero. Los bueyes de la Loma tienen fama de ariscos y de huir al menor movimiento del lazo del campista. Ese día no huyeron, salieron caminando lentamente al encuentro de sus solicitantes. Bajan la cerviz mansamente para ser enyugados a la carreta y parten camino abajo hacia la Zanja de Ámbar. Los trabajadores que embobados miran las cajas, informaron del extraordinario peso que tenían y del embrujamiento que las envuelve. Los salineros las toman en sus brazos y las encuentran muy ligeras de peso. La Bruja de Huehuete contaría que una legión de ángeles las sostenían con sus manos. Las cajas son colocadas sobre la carreta y suben por la loma de Bartola. El señor de la Loma, por tantos prodigios, tiene la seguridad de que en la caja no abierta se encierra otra imagen. Por eso, les ofrece hacerse cargo de las dos imágenes y levantar un altar en la Loma para que ellas sean veneradas frente al mar. Los salineros opinan que es voluntad de Dios que las imágenes deben permanecer en las iglesias, y la carreta desciende por la cuesta y toma el camino que conduce a la ciudad de Diriamba.
Al marchar por el llano, los montes y los vados, el ritmo de la carreta se va armonizando con la sinfonía de la tierra y del cielo, y con el compás de chirriar de ruedas y naturaleza van fluyendo anécdotas reales y falsas; brotan lánguidos himnos religiosos y adormiladas tonadillas de moda en el campo. Así, hablando y cantando atraviesan la distancia y los olores del campo y de los poblados.
Los hombres de la sal paran en la comidería del camino y cuentan el milagroso hallazgo. Los campesinos, persignándose con una mano y con el sombrero de palma en la otra, acuden a mirar y tocar las cajas. La carreta sigue, sube y baja los montes, y el polvo viste el cuerpo de los salineros. Ellos sienten que se agigantan mientras avanzan, y no caben en sí de gozo por que se sienten Elegidos del Señor. Piensan que son diferentes a todo el mundo porque el hijo del Trueno, como una lluvia loca, les golpea el corazón.
La carreta entra en Diriamba por la Quebrada del Perro. La calle principal les lleva a la iglesia. Intentan bajar una de las cajas pero vuelve a ser imposible cargar con ella. Ha recobrado el extraordinario peso del que les hablaran los trabajadores de la Loma de Bartola. Prueban la otra. Esta es ligera. Parece con deseos de salir de la carreta; es casi un corazón palpitante. La conducen al interior de la iglesia. La abren. Ahí está San Sebastián que ha escogido, por designios del cielo, la ciudad de Diriamba para ser su Patrón bienamado.
Los salineros vuelven a la carreta. Los bueyes sin que les arreen emprenden nuevamente la marcha. Toman, esta vez, rumbo a Jinotepe. Los rayos del sol caen como flechas de fuego sobre el camino. Cuentan los ancianos de la zona que el camino parecía un reguero de estrellas y que los cafetales de la orilla florecían al paso de la carreta convirtiendo la floración en un blanco y tembloroso himno de pureza. La carreta llega hasta la iglesia Parroquial de Jinotepe. Se detiene frente a ella. Los salineros vacilantes prueban cargar la caja. Vuelve a ser leve. Suben las gradas del Templo. En sus gargantas hay oraciones y un estremecimiento hiere sus piernas. Abren la caja. Levantan la imagen de Santiago y la ciudad entera se cubre con la magnitud de una nueva y reluciente estrella.
Esa es la imagen de Santiago que por las calles del julio jinotepino pasea su mirada vaga de horizonte marino, buscando por los barrios y las esquinas lo que allí no perdió: una campana verde de alga, como nacida del mar, con tañido de marimba que sólo sabe llorar. Es una imagen prodigiosa de fuerza y dulzura; su rostro es la soledad, el espacio, la distancia, es la proa que sobrevive en la claridad de las aguas.
Cuentan las antiguas sirvientas del poblado que la imagen de Santiago es una imagen esculpida por las olas del mar con guantes de nubes e inspiración azul. Y dicen, que persona virtuosa que asoma los ojos en las Zanjas de Ámbar, ve la campana y oye el mismo repiquetear que guía a quien extraviado en la montaña próxima al mar, se encomienda a Santiago. Es por eso, que afirman que la campana será recuperada cuando la carne y el perdón derramen sobre los brazos de Nicaragua la Paz, el Perdón y el Amor.
El relato fue tomado del libro «El Patrón Santiago» escrito por el Dr. Armando Luna Silva, hijo dilecto de la ciudad de Jinotepe; abogado, diplomático y escritor. En conversación que tuvimos con el Dr. Luna nos dio su consentimiento para publicar tan cautivadora y apasionante historia.
Nuestro mas sincero agradecimiento al Dr. Armando Luna Silva!
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